miércoles, 26 de febrero de 2014

La nueva flauta (del prólogo de Free Play, de Stephen Nachmanovitch)


 En china inventaron una nueva flauta. Un maestro de música descubrió las sutiles bellezas de su tono y la llevó a su país, donde dio conciertos por todas partes. Una noche se reunió con una comunidad de músicos y amantes de la música que vivían en cierta ciudad. Al final del concierto lo invitaron a tocar. Sacó la flauta nueva y tocó una pieza. Cuando terminó se oyó la voz del más viejo de los presentes desde el fondo del salón: "¡Como un Dios!"
   Al día siguiente, mientras este maestro hacia las maletas para marcharse, los músicos se le acercaron y le preguntaron cuánto se tardaría en aprender a tocar la nueva flauta. “Años”, respondió. Le preguntaron si tomaría un alumno y respondió que sí. Cuando se fue, los músicos decidieron entre ellos enviarle un joven, un flautista brillantemente talentoso, sensible a la belleza, diligente y confiable. Le dieron dinero para vivir y pagar las clases del maestro y lo enviaron a la capital, donde aquél vivía.
    El alumno llegó y fue aceptado por el maestro, quien le dio una sola melodía simple para tocar. Al principio el alumno recibió instrucción sistemática, pero aprendía con facilidad todos los problemas técnicos. Llegaba para la clase diaria, se sentaba y tocaba la melodía… y el maestro solo podía decir: “Falta algo”. El alumno se esforzaba de todas las formas posibles; practicaba horas y horas, pero día tras día, semana tras semana, todo lo que le maestro decía era “Falta algo”. El alumno pidió que al maestro que cambiara la melodía, pero el maestro se negó. La ejecución diaria de la melodía, y la diaria respuesta “falta algo” continuaron durante meses. La esperanza del éxito del alumno y su miedo al fracaso se intensificaban, y oscilaba entre la agitación y el abatimiento.
    Finalmente ya no pudo seguir soportando la frustración. Una noche hizo la maleta y huyó sigilosamente. Siguió viviendo un tiempo más en la capital hasta que se quedó sin dinero. Empezó a beber. Por fin, ya en la miseria, volvió a su tierra natal. Como le daba vergüenza mostrar la cara a sus colegas, encontró una choza en el campo. Todavía poseía sus flautas, todavía tocaba pero no encontraba nueva inspiración en la música. Los granjeros que pasaban lo oyeron tocar y les enviaron a sus hijos para que les enseñara los rudimentos. De esa manera vivió durante años.
    Una mañana alguien golpeó su puerta. Era el virtuoso más viejo del pueblo, junto con el más joven de los estudiantes. Le dijeron que esa noche darán un concierto, y que todos habían decidido que no se haría son su presencia. Con cierto esfuerzo vencieron los sentimientos de miedo y de vergüenza del músico, quien casi en trance tomó su flauta y se fue con ellos.
    Comenzó el concierto. Mientras el músico esperaba detrás del escenario nadie interrumpió su silencio interior. Por fin, al final del concierto lo llamaron al escenario. Se presentó con sus ropas harapientas. Miró la flauta que tenía en las manos: descubrió que había elegido la flauta nueva.
    Entonces se dio cuenta que no tenía nada que ganar ni nada que perder. Se sentó y tocó la misma melodía que había tocado tantas veces para su maestro en el pasado. Cuando terminó se hizo un largo silencio. Luego se oyó la voz del más viejo, quien dijo con suavidad desde el fondo de la habitación: “¡Como un Dios!”